(*) Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Poco acostumbrados a contar con políticas de Estado a lo largo de nuestra historia bicentenaria, la decisión del Gobierno del Perú, estricto sensu, de llevar adelante la compra de aviones de combate en el objetivo de fortalecer la seguridad y defensa del país, lo que en buena cuenta será potenciar y empoderar nuestra capacidad disuasiva que por cierto nunca hemos tenido en la dimensión que legítimamente se pretende, mirándonos en el vecindario geopolítico más cercano, y en la región misma, debe ser respaldada in extremis. Hacerlo no es una inconsistencia en un país que cuenta con mermas en otros ámbitos de su vida nacional como podría ser, por ejemplo, en el campo de la salud, en cuyo marco las cifras por anemia infantil siguen siendo relevantes. En realidad, es todo lo contrario. Lo imperdonable de un Estado, como el Perú, es mantener la circunstancia de vulnerabilidad para los más de 33 millones de peruanos, colocándonos en una posición de indefensión injustificable ante la aparición de un evento adverso a la paz que por supuesto nadie quiere.
Hallándonos preparados para todos los escenarios, el que ha surgido últimamente en la idea de menoscabar el objetivo nacional de las referidas adquisiciones del sistema de armas como suele mencionarse de manera más técnica a la compra de aviones de combate, deberá conservar inmutable e imperturbable el proceso al que debemos mirar en la condición de inexorable e irreversible, siempre pensando en los elevados intereses nacionales.
Más bien, lo que sí debe ser calificado de imperdonable es que el Perú, en el que yacen sectores que no comprenden nada acerca del eje de la seguridad y la defensa que debe contar un Estado, termine dominado por estos movimientos exprofesamente creados en la idea de impactar a cualquier precio para frustrar una compra que el país necesita a la luz de la coyuntura internacional dominada por los conflictos regionales y por la visibilización de un número cada vez mayor de conflictos latentes que constituyen una potencial amenaza para la paz y la tranquilidad internacionales, consagrada en la Carta de San Francisco, el tratado constitutivo de la Organización de las Naciones Unidas.
Resulta impresionante desde la dinámica histórica que nos tocó vivir, principalmente durante el siglo XIX, que poco o nada se haya aprendido por quienes siguen oponiéndose biliarmente a la compra de armamento para la defensa nacional. Nadie olvida el penoso proceso peruano en el marco de una historia de indefensión que por ningún motivo debe volver a repetirse. Precisamente, por ser negligentes con la soberanía nacional, que no es otra cosa que la dignidad de un Estado, en 1879, nos tocó afrontar una guerra para la que no estuvimos preparados, flagelándonos como nación al incorporar en el imaginario colectivo de los peruanos la derrota que jamás debió suceder, y que poco o nada hicimos a lo largo de los años para arrancarnos de ese peso, porque nuestra clase política no tuvo compromiso ni agallas para con la patria, sino únicamente decidieron priorizar sus pretensiones personales, que no fueron otra cosa que asegurar su destino y el de sus familias, desdeñando las responsabilidades de Estado que tenían para con el país. La idea de la victoria que nos había impregnado Andrés Avelino Cáceres no fue capitalizada y por eso la idea de la derrota dominó la psique nacional y esa fue una grave realidad que nuestra clase política no pudo afrontar.
No fue un secreto, entonces que conscientes de la completa tragedia para nuestro futuro de lo que significó la derrota en la guerra con Chile, surgió el el verbo y pluma de Manuel González Prada, el mayor realista y anarquista de fines del siglo XIX e inicios del XX, que sin inmutarse ni amilanarse, acusó sin que le tiemble la mano, a quienes no hicieron nada o poco por mitigar el funesto episodio de la guerra de 1879, pero también de los años anteriores en que nuestra clase política yacía dominada por la negligencia y el poco o nulo interés por los verdaderos asuntos de la vida nacional. En efecto, nuestra clase política de mediados del siglo XIX no fue responsable con nuestro destino. José Rufino Echenique (1850-1854), fue el primer presidente de nuestra historia republicana que nos llevó al abismo económico, produciendo la primera bancarrota fiscal del Estado peruano. La bonanza del guano y del salitre la despilfarró y junto a esta ignominia, no se preocupó porque el país contara con fuerzas armadas en capacidad bélica para garantizar la seguridad nacional y la defensa nacional a sabiendas que el chileno, Diego Portales, ya miraba geopolíticamente el destino de su patria en el irresoluto objetivo de ganar hacia el norte los inmediatos territorios costeros de Bolivia y el Perú. Por Rufino Echenique y por toda la casta política de su época, que se llenaron los bolsillos, produciendo la primera prosperidad falaz, como la llamó Jorge Basadre, dedicada, como la de los últimos años, a las pugnas por el poder político -llevamos 6 presidentes a cuestas, en algo más de un lustro-, sin mirar la profundidad de los intereses del Perú, tuvimos que asumir la referida guerra con Chile, prácticamente desguarnecidos.
Desde el Centro de Altos Estudios Nacionales – CAEN, alzamos nuestra voz para decir en tono necesariamente enfático, de que no debería repetirse por ningún motivo, un episodio complejo en nuestra vida internacional como nos pasó en el siglo XIX. No deberá ser un secreto mirar que los conflictos siguen desatándose en el globo. Lo que pasa en Europa del Este entre Rusia y Ucrania o en Medio Oriente entre Israel y las milicias terroristas de Hamás y Hezbolá son prueba fehaciente de que los conflictos se desatan en cualquier momento de la vida internacional.
El Perú no es país rico ni poderoso. Con esta realidad que nadie debe desconocer, es una responsabilidad central no contribuir al despilfarro del dinero del Estado a sabiendas que tendremos problemas económicos y sociales intraestatales todo el tiempo, y esa también es una tragedia, pero será mayor -insisto-, si nos vuelve a pasar el vergonzoso suceso del pasado.
Pero con todo lo anterior, será bueno recordar que armarse es un acto de Estado asociado a la paz. Los militares no se preparan para la guerra sino para la paz. Esta realidad sigue siendo poco comprendida, pero deberá ser asumida como parte central en la formación de los militares de un Estado. También sabemos que América Latina, y de ella, la subregión andina, es un espacio clásicamente de paz; precisamente esta realidad es la que hace ver a algunos como una cuestión innecesaria para comprar aviones u otros artefactos o materiales de combate. No es que el Perú adquiera armas para lanzarse sobre otro país, sin que incluso haya casus belli o motivo de guerra de por medio. Nada de eso. La mejor forma de garantizar la paz es contando con una capacidad disuasiva que en estos tiempos se vuelve imperativa, es decir, casi como una realidad kantiana que busca asegurar un clima de paz para la sociedad internacional a cualquier precio. Si todo dependiera de unos cuantos, sería altamente manejable por la comunidad internacional. Todos los pueblos conservan sus propias reglas y eso debe ser siempre advertido para que sea respetado.
No deberíamos sorprendernos de que las políticas de paz suponen medidas de guerra. Y esto que refiero no es una novedad, pero debe ser comprendido en su exacta dimensión. Desde los tiempos de San Agustín de Hipona y luego con Santo Tomás de Aquino, los padres de la Iglesia que pregonaron como nadie el uso de la fuerza en medio de las denominadas guerras justas, la legitimación de la coacción (uso de la fuerza o violencia legítima) y la coerción (amenaza o advertencia legítima), son verdaderos armas del derecho. Nadie debería sorprenderse por ello. La religión nunca ha sido incompatible ni ajena a los usos y costumbres de la guerra. Así creerlo es una completa ausencia de bases conceptuales e históricas de una vinculación inseparable. Por eso estuvieron la biblia y la espada juntas a la hora de consumar la conquista de América y desde luego del Perú. Los capellanes saben mucho de esta rica realidad y cuando éstos enseñan en favor de la compra de aviones -no lo han hecho en el Perú, pero podrían hacerlo-, no actúan en modo alguno en contra de la religión ni de la paz.
Es un deber de quien tiene el poder del Estado hacer todo para proteger a la Nación peruana y será un acto irresponsable, sin moral política e imperdonable, que persista la idea del país indefenso, pues no comprar armas bajo el argumento de que hay que invertir en el referido combate de la anemia, en realidad se trata de una deplorable comparación, soltada con vocación timadora y de espaldas hacia nuestro pueblo y su destino.
Quisiera concluir este artículo, elaborado en el marco del 74 aniversario del CAEN, que lo importante será que las fuerzas vivas del Perú que ya no son únicamente los grupos tradicionales del país, coadyuven en el engrandecimiento de nuestra patria, y el Estado deberá otorgarles el lugar que se merecen. En ese contexto, finalmente, convendrá recurrir al único ejercicio del realismo político con que contamos y que no es otra cosa que mirarnos al espejo para no engañarnos y ser leales con nuestra historia y nuestras necesidades nacionales. Nada deberá estropear la ruta decidida por el Estado peruano, que corresponde apoyar in extenso, para librarnos de la indefensión del pasado y definirnos por nuestra capacidad disuasiva para el presente y el futuro. Solo así seremos vistos como importantes y esa visión es fundamental para el destino estratégico del Perú y de su pueblo.
(*) Exministro de Relaciones Exteriores del Perú. Profesor Honorario en el Centro de Altos Estudios Nacionales – CAEN y Profesor en la Maestría de Desarrollo y Defensa Nacional del CAEN.